Entonces se dio cuenta de que ya estaba. Se había enamorado, ya no habría ninguna otra. La miraba y se le hinchaba el corazón, y como se le hinchaba el corazón se le encogía el estómago (porque todo junto no cabe). Y con sus dedos recorrió sus lunares, dibujando constelaciones y cielos infinitos. Y sintió ese amor clásico de película, de miradas llenas de ternura y sonrisas tontas y bobaliconas, aquel que tantas veces había criticado y había llamado ñoño y pasteloso... casi tantas como había deseado vivirlo.
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